I. «Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo:
un tiempo para nacer, y un tiempo para morir; un tiempo para plantar, y un tiempo para cosechar; un tiempo para matar, y un tiempo para sanar; un tiempo para destruir, y un tiempo para construir; un tiempo para llorar, y un tiempo para reír; un tiempo para estar de luto, y un tiempo para saltar de gusto; un tiempo para esparcir piedras, y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazarse, y un tiempo para despedirse; un tiempo para intentar, y un tiempo para desistir; un tiempo para guardar, y un tiempo para desechar; un tiempo para rasgar, y un tiempo para coser; un tiempo para callar, y un tiempo para hablar; un tiempo para amar, y un tiempo para odiar; un tiempo para la guerra, y un tiempo para la paz.»
No es mío, pertenece a un antiguo y bello libro de enseñanzas. De nada sirve afanarse, todo está previsto y sólo cabe aceptar con humildad, que no es más que una especie de pudor del orgullo. Igual que la prosperidad no existe sin temores ni disgustos, tampoco la adversidad sin consuelos y esperanzas.
II. Me ocupa un asunto complicado, con aspectos que me están costando coordinar para encontrar una solución legal a la situación que vive una persona.
Estudiando sentencias de casos parecidos para profundizar, no lograba llegar a conclusiones útiles para redactar una demanda y defenderla en juicio sin dejar algún cabo suelto. No hay nada que me moleste tanto como no saber hacer algo, ni que me haga sentir mejor que aprenderlo. Tenía guardado un artículo sobre ingresos involuntarios en residencias, que había leído hacía tiempo y me pareció bastante bueno; al pie del texto el autor había dejado una dirección de correo. Lo pensé y escribí, cuidando mi expresión y palabras, porque el estilo literario del artículo en cuestión era impecable y quería estar a la altura. Me presenté y pedí orientación en el caso que exponía. Pulsé «enviar» rápidamente por si me arrepentía, que ya no tuviese remedio.
No tardó la respuesta.
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